Has dormido fatal, te plantas las gafas de sol y sales a la calle como un zombi, sin pensarlo demasiado. Hay que trabajar. Te saludan, “hola, ¿qué tal estas?” “Bien” respondes y sigues con lo tuyo. ¿Por qué no decir la verdad? Porque no decir que has pasado una noche de mierda, que te duele todo el cuerpo y que no sabes como vas a terminar el día. Nos cuesta tanto ser sinceros, mostrar nuestras debilidades, sufrimos una especie de imposición social a través de la cual, parece que siempre hay que estar bien y que no se nos permite estar mal. Siempre tenemos que estar alegres y sonrientes o al menos aparentarlo, en las redes sociales todo esto se amplifica, salvo honrosas excepciones, Instagram es un catálogo de felicidad vacía, de falso éxito, de pavos reales desplegando todos sus encantos. Se me ocurre que en estos tiempos en lo que todo se compra y se vende, más que comunicarnos, muchas veces, nos vendemos. Dicen que los amigos son aquellos que te preguntan “¿qué tal estás?” y es...
En días pasados tuve la curiosa sensación de estar suplantando a
alguien, de que empezaba a ocupar un lugar que no me correspondía. La impresión de ser un fraude incluso antes de que
se materializase el supuesto logro, del que además no conocía su
alcance, que es bien pequeño, sería algo
así como un síndrome del impostor (preventivo.) Este fenómeno
fue identificado curiosamente en 1978, mi año de nacimiento, se cree
que afecta más a las mujeres, porque ellas sentían que tenían que
demostrar mucho más que el resto de los hombres para ser tomadas en
cuenta.
Es una sensación extraña, que puede llegar a resultar divertida. Dejándose llevar sería como sentirse actor y afanarte en una vida que no te corresponde pero que es más interesante. Pero, cuando la cosa se pone sería, puede provocar ansiedad, robar mucho tiempo en la búsqueda de la perfección... Curiosamente los comportamientos que exhiben los "impostores" en un intento de compensar sus dudas sobre sí mismos pueden hacerlos mejores en su trabajo.
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