La sabiduría de los líquenes 1 Se oye la llave accionando la cerradura, saluda sin mucho empeño lanzando un hola al aire, tira el abrigo en el respaldo del sillón y se derrumba en él. Ella le mira preocupada. ‒‒¿Qué te pasa? —Estoy fatal, hoy definitivamente se ha roto todo. —¿Qué ha pasado? —El grupo se ha ido a la mierda. —¿Y eso? —Ya llevábamos tiempo mal y hoy ha explotado. Esto es como una relación de pareja, pero con cinco personas, cada una con su enorme ego. —Llevo tiempo notándote raro, apagado. —Claro porque me lo estaba viendo venir y llevo tiempo que no estoy bien, voy a arrastras, sin energías. —Ya, ya. ¿Y si nos vamos al pueblo? —¿Al pueblo? ¿A qué? —Ya sabes que llevo tiempo queriendo ir, además nos servirá para desconectar, mejor dicho para reconectar. —El pueblo, qué aburrimiento. —Descuida que estaremos entretenidos, tengo un plan. 2 Se levanta temprano, ha dormido como el culo, maldito colchón y no sabe qué hacer en esa casa. Ni siquiera entiende la cafetera. E...
Había una vez una nube negra que nunca se precipitaba, permanecía siempre ahí, impertérrita, impregnándolo todo con su ponzoñosa humedad.
Había un viento, desordenado y violento, que era el único fenómeno atmosférico capaz de desplazar nubes negras. Era un viento del norte, racheado, muy molesto… Iba a decir, “frío”, pero no, frío no era. Era certero como una tilde bien puesta, no conseguía desbaratar la nube, ni siquiera tornarla blanca, pero la empujaba lejos, muy lejos. Donde no pudiese molestar a nadie y el sol brillaba. Podía resultar incomodo pero el entusiasmo que brotaba cuando la nube por fin desaparecía hacia que las molestias careciesen de importancia. Malos pelos al viento y a volar.
Había un pueblo secuestrado por lo que parecía un extraño maleficio, sin viento la nube negra no hacía más que engordar. No caía ni una gota desde hace meses, se acumulaba el polvo y una triste primavera trataba de abrirse paso.
Había una vez un joven panadero que amasaba sin parar, no podía hacer otra cosa, así se le antojaba un poco más llevadera la espera. Colones, chapatas y hogazas se acumulaban y se endurecían inservibles por todas partes, demasiado pan para un pueblo tan pequeño.
Hasta que un día las ramas como tentáculos interminables del sauce se sacudieron, primero levemente. Los siete habitantes que aún quedaban en la aldea se juntaron en la plaza de repente, mudos de asombro, cuando ya flaqueaba la esperanza y algunos planeaban hacer las maletas.
Por fin llegó el ansiado viento del norte y lo sacudió todo hasta la conciencia de alguno. Limpio todos los callejones, se llevó algún sombrero y lo más importante, consiguió llevarse la pesada nube bien lejos.
Y volvieron, tímidas las risas y las palabras empezaron a volar, libres. El panadero dejó de hacer pan compulsivamente y el monte se lleno del pringoso aroma de la jara.
Marcelo, el más veterano del lugar, siempre tan pesimista dijo: “disfrutad, que un día volverá” y los demás a coro replicaron “puede ser, pero los demás días no.”
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