Cuánto tiempo sin pasar por aquí, sin bloguear. Curioso lo del tiempo que a veces es como el viento y otras se enreda en los engranajes de los relojes y camina a paso de tortuga. Echaba de menos el escribir sin pretensiones, lo que vaya saliendo, sin tanto corregir, porque cuando tienes intención de publicar lo que escribes, mejor dicho, que alguien te haga caso, lease una editorial, un concurso o una revista literaria, la cosa se complica y hay que temner mucha paciencia. El tiempo, volvemos a lo mismo se vuelve una masa viscosa como en aquellos relojes de Dalí, de La persistencia de la memoria . Más que de memoria, de la que no voy muy sobrado, lo que yo vengo a constatar es la paciencia , la que hay que tener cuando eres un don nadie y quieres gritarle al mundo que escribes y que no lo haces demasiado mal, modestia aparte. Acaba uno mirando el correo varias veces al día y nada, no hay más que promociones y demás mierdas. Los plazos de los cuncursos son interminables, las respuesta
Había una vez una nube negra que nunca se precipitaba, permanecía siempre ahí, impertérrita, impregnándolo todo con su ponzoñosa humedad.
Había un viento, desordenado y violento, que era el único fenómeno atmosférico capaz de desplazar nubes negras. Era un viento del norte, racheado, muy molesto… Iba a decir, “frío”, pero no, frío no era. Era certero como una tilde bien puesta, no conseguía desbaratar la nube, ni siquiera tornarla blanca, pero la empujaba lejos, muy lejos. Donde no pudiese molestar a nadie y el sol brillaba. Podía resultar incomodo pero el entusiasmo que brotaba cuando la nube por fin desaparecía hacia que las molestias careciesen de importancia. Malos pelos al viento y a volar.
Había un pueblo secuestrado por lo que parecía un extraño maleficio, sin viento la nube negra no hacía más que engordar. No caía ni una gota desde hace meses, se acumulaba el polvo y una triste primavera trataba de abrirse paso.
Había una vez un joven panadero que amasaba sin parar, no podía hacer otra cosa, así se le antojaba un poco más llevadera la espera. Colones, chapatas y hogazas se acumulaban y se endurecían inservibles por todas partes, demasiado pan para un pueblo tan pequeño.
Hasta que un día las ramas como tentáculos interminables del sauce se sacudieron, primero levemente. Los siete habitantes que aún quedaban en la aldea se juntaron en la plaza de repente, mudos de asombro, cuando ya flaqueaba la esperanza y algunos planeaban hacer las maletas.
Por fin llegó el ansiado viento del norte y lo sacudió todo hasta la conciencia de alguno. Limpio todos los callejones, se llevó algún sombrero y lo más importante, consiguió llevarse la pesada nube bien lejos.
Y volvieron, tímidas las risas y las palabras empezaron a volar, libres. El panadero dejó de hacer pan compulsivamente y el monte se lleno del pringoso aroma de la jara.
Marcelo, el más veterano del lugar, siempre tan pesimista dijo: “disfrutad, que un día volverá” y los demás a coro replicaron “puede ser, pero los demás días no.”
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